Cuando uno ha trabajado en ciertos lugares, es capaz de tener empatía con aquellos que ahora ejercen y le atienden, siempre que estos muestren un mínimo de decencia. En el caso contrario, uno puede ser de lo más cruel considerando que todos deben esforzarse tanto como uno mismo, y no hacerlo, no puede ser más que un signo de debilidad e ineptitud.

En otros casos te conformas con que apliquen vaselina antes de encularte.

Fin de semana del salón de Cómic en Barcelona. Un restaurante con una terraza de siete mesas cerca de la Fira y un camarero atendiéndola. Nosotros, un grupo que necesitó juntar la mitad de las mesas de la terraza para comer, y aún sabiendo por experiencia propia lo coñazo que puede ser atender a un grupo grande, nos amoldábamos en todo momento al hecho de que una sola persona atendiera toda la terraza. (eso siendo buenos, porque si somos malos le puedo decir que un rango de ocho mesas se lleva con la punta del n…). Algunos de nosotros llegamos un poco más tarde, con lo que no nos importó comer en una segunda tanda… pero ni así.

Apareció un camarero resoplando y con bastante prisa (y malos modos) a tomarnos la comanda. Nosotros, obedientes, empezamos a cantarle los primeros platos y a medio camino nos berrea «¡primero las bebidas!» Acojonados y casi al unísono, cual soldados gritando eso de «señor, si señor» le soltamos «¡Agua!» y mientras le volvíamos a cantar los platos nos miramos los unos a los otros sintiendo cierto surrealismo en el proceder de aquel personaje, que además se fue refunfuñando y jurando en hebreo una salmodia que ya conocía por ex compañeros quemados de servir mesas.

Mientras vimos como servía de primeros y segundos a mesas que habían llegado después que nosotros, y temiendo sufrir el síndrome de la mesa invisible. (ese que te hace ignorar una mesa de tu rango sin motivo aparente) empezamos a seguir con la mirada al camarero, en espera de que se acordara de ese grupúsculo de la mesa grande que había llegado más tarde que el resto. Veinte minutos más tarde, volvió con su particular rezo «me cago en la puta, esto es un desastre, menuda mierda…a ver, aquí que falta» Con cara de perro le dije «todo», y mis compañeros, mas suaves, le recitaron nuevamente la comanda mientras el personajillo buscaba en su libreta el pedido de nuestra mesa.

Aproximadamente, una hora después de llegar, nos sirvió las bebidas: una botella de agua y cuatro vasos rallados; y nos contó una de indios acerca de un cocinero novato que estaba dando al traste (por lo visto) con su impecable servicio. Claro…, por eso nos tomó nota tres veces antes de servirnos el agua…

Para colmo de desventuras, le vimos dar el sermón en otra mesa mientras éstos se quejaban por el servicio, volviendo a usar al supuesto cocinero como chivo expiatorio. Así como beberse una cerveza a medias, cogida de una de las mesas, delante de los clientes que ocupaban la mesa que éste estaba recogiendo. No podíamos dar crédito. A todo esto, habían pasado dos horas, en la cuales la mitad de nuestra mesa sólo había recibido el primer plato, unos pocos no habían comido aún y nosotros -el grupo rezagado- habíamos intentado comernos unos tortellini completamente crudos y esperábamos que en cualquier momento apareciese el camarero con los segundos platos.

Cuando nuestro humor sarcástico dejó paso a un inminente cabreo empezamos a levantarnos, a dejar las cuentas sin pagar y algunos de nosotros a cancelar el pedido y mandar a la mierda al pasaplatos que nos había caído en suerte. Éste, sin dar su brazo a torcer se disculpaba echándole de nuevo las culpas al cocinero de turno. (huelga decir que cuando entramos a cagarnos en su madre, vimos que en la cocina había más de dos cocineros y una tropa de unos cinco camareros que atendían el interior dentro de los límites de lo razonable).

No diré el nombre del local. Sólo diré que tiene un aspecto exterior muy pijín, y que si una de las letras de su enorme cartel luminoso azul se fundiera, pordríamos leer «Sarna».

Así que gracias a un camarero borde e incompetente, y a nuestra santa paciencia, acabamos comiéndonos un bocadillo a las cinco de la tarde en un bar diminuto y abarrotado cuyo camarero nos atendió en menos de seis minutos.

Vivir para ver.

Sed buenos.